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Fotografía: Eric Baker

¿Se imaginan que a Superman le prohibiesen rescatar a alguien en la playa porque lleva una capa roja? Lejos queda ya el pasado verano pero la estupefacción, como las marcas del sol en mi piel, aún anida en mi. Entonces el gobierno francés prohibió una prenda de baño que fusiona el bikini con el burka, comúnmente denominada en las redes sociales como “burkini”. En principio atribuí este desafortunado hecho a que en el país galo no existen buenas playas, si exceptuamos la isla de Córcega, y por tanto tampoco saben manejarse con el turismo de sol, aunque sospecho que no solo tiene que ver con eso.

Conviene recordar a nuestros vecinos galos que los espacios comunes son lugares de esparcimiento y convivencia con todo tipo de personas, y el turismo, aparte de resultar un negocio rentable, también supone una oportunidad para conocer otras culturas. Eso en España lo tenemos bastante claro, porque los españoles necesitamos la playa como el comer, salvo ciertas generaciones de seres criados alrededor de un ordenador que manifiestan odiar el agua. La playa es algo más que un simple lugar donde refrescarse. En esa frontera de arena y agua suceden demasiadas cosas, un microcosmos de la disparidad. No solo disfrutas del crepitar de las olas, o del color azul cambiante del agua, sino de las personas que lo habitan. A la playa uno acude a observar y a ser observado, bajo la sombrilla desaparecen no solo las colillas del tabaco, sino también la clase social y la cultura. Siempre he pensado que la mayor expresión de vida es observar la misma. En aquella frontera entre el “estar” y el “refrescarse” no cabe la impostura. Recuerdo que un año me encontré a un conocido presentador de informativos tumbado en la hamaca junto a su esposa e hijos, flácido, alopécico, quemado y abandonado a sí mismo. A partir de entonces cada vez que salía en televisión hablando sobre los atentados en Mosul, no podía quitarme aquella imagen estival de la cabeza, lo que me ayudaba a percibir el grado de verismo en su discurso. Por ésta única razón podría llegar a prohibirse el “burkini”, por considerar que quien lo lleva no se muestra tal cual es, aunque quizá en esa ocultación también quepa su identidad.

Es bastante probable que el gobierno francés haya comenzado una campaña de discriminación motivada por los atentados del 2016. Esto tranquiliza a la población pero no apaga el fuego de la intolerancia. Cada vez que un atentado ocurre, el ser humano se impregna de miedo y se aleja de sí mismo. No existe otro lugar más idóneo para promover la integración que ese reducto de flotadores y tumbonas. Si el mundo fuese una playa la intolerancia se habría ahogado hace tiempo. Los únicos miedos que caben en la playa son a la bandera roja y a que el chiringuito no abra, todo lo demás es sólo un ambiente para unir culturas, no para prohibirlas. En el marco del ocio crece la cultura del respeto y la igualdad, solo nos divertirnos para aliviar los pesares del alma.

Las connotaciones religiosas poco valen ante el sol, todos nos podemos quemar. A mí personalmente no me ofende un “burkini” más que una lorza, un cuerpo velludo más que unos pies, un abdomen más que unas nalgas, ¿y qué es sino la vida? Una mezcla de nuestras miserias con nuestras riquezas, de nuestros “eres” y nuestros “superávits”. Si veo una persona con camiseta junto al mar, quizá tenga una sensibilidad lacerante al sol o a su inseguridad, me importa poco. En la playa solo un único axioma: “mira y déjate mirar”. Sí me ofende que el libro más editado del mundo sea el catálogo de Ikea, pero no me sorprende, ya que vivimos en un mundo en continua destrucción al cual debemos poner parches en forma de mesillas de noche. Sospecho que dicha prohibición del gobierno galo no es sino otro parche a la deriva moral hacia la que se dirigen. La playa debe ser una metáfora de ese edén al que algunos llegarán, yo mientras prefiero disfrutarlo en la tierra con «burkini» o sin él, y si es con Superman ayudándome a clavar la sombrilla, mucho mejor.

Richard Salamanca. CÓMICO
@richard_comico