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No es de extrañar que PIXAR trabaje con la idea de un flexo que da saltitos hasta llegar a la letra I para subirse encima, macharla hasta ocupar su puesto y luego mirarnos con su ojo-foco. Porque hay dos cosas que nos vuelven locos a los humanos: una lamparita y que nos miren.

La primera vez que sentimos sin darnos cuenta esto de llamar la atención y que nos miren será seguramente al nacer, con mil ojos que pasan durante meses por nuestro cuerpecito poniendo caritas y voces que harían estremecer a Jim Carrey. Luego, quizá, los primeros cumpleaños, con algo de discernimiento de lo que pasa a tu alrededor, se convierten en toda una experiencia. Abrumados, sonrojados o estresados soplamos velas como podemos mientras nos cantan el “cumpleañosfeliz”, una de las canciones más incómodas de la historia. Además, se nos permite soplar con escupitajos, coger algún detalle decorativo de galleta, decir que quieres mucho y poco a la vez, pero lo que nunca te dejarán es tocar la vela. La vela, el foco, eso no. El foco está ahí para alumbrarte, para la ceremonia, pero el foco no se toca. Y eso nos marca para siempre. ¿Qué tendrá el foco? ¿Qué tendrá ese punto de luz que nos atrae más que el mismo Sol, que un día de primavera, que las tetas de una madre?

Los cumpleaños siguen sucediéndose pero ya no es suficiente. Tampoco participar en el villancico del cole el día de la fiesta de navidad es suficiente: demasiada gente para tan poco foco. Y así crecemos con el ansia al reconocimiento. Yo quiero ese foco para mí. Y todos, absolutamente todos, en algún momento de nuestra vida, hemos querido o hemos conseguido ponernos delante de ese foco y recibir una ovación (merecida o no). Ese clímax existencial que nos recoge y nos mece en el moisés de lo que se llama éxito. Puedes recibirlo por mil y un motivos: has organizado una gala benéfica y al final todos te piden que salgas a saludar y tú sales, como no queriendo, pero por dentro te excitas de arriba a abajo. O estás en una junta de la comunidad de vecinos y hay dos gañanes que no paran de decir sandeces mientras los demás callan; y de pronto no puedes más y dices: “¡Los demás también queremos hablar, si nos dejan estos, claro!” y te aplauden cuatro o cinco. ¡Oye!, ¡cuatro o cinco personas activas en la junta es todo un éxito! O cuando te casas y entras al salón de bodas al ritmo de “Dear Future Husband” y el maître, con vehemencia, te saca un aplauso de los invitados. O tu niño hace la comunión y a ti, no sé a santo de qué, la gente, como padre o madre del pequeño marinero, también te da la enhorabuena. No te aplauden, pero te dejan la espalda llena de dedos. Es un día, dos, una semana en la que tu ego sube, engorda y engancha.
Imagínate ahora un foco cada semana, o tres veces por semana, o cuatro, o siete. Todos los meses, o casi todos. Pongamos que entre 200 y 350 veces al año. Tu ego te llena por completo, a modo de Alien el 2º pasajero. Y todo tú eres ego. Todo tú eres búsqueda de aplauso y reconocimiento. No admites otra cosa que no sea eso. Puedes articular incluso un discurso que diga todo lo contrario, que lo del ego contigo no va, que no necesitas el aplauso, que no necesitas el foco. Pero por dentro, con tu obesidad mórbida de ego, te revuelves mientras lo dices.

Porque tu vida ya se ha reducido a ego y foco. No hay más. Y los demás humanos que están alrededor o te aplauden o se van. No hay término medio. Por eso te vuelves inaccesible y no dejas hablar al resto, o solo hablas con los que tienen tu mismo ego, tu mismo caché lo llaman otros. Y tu vida social se acaba reduciendo a dos tipos de personas: gente que, como tú, solo habla a través de su ego y gente que te halaga constantemente. Bueno, y luego está la gente que te quiere, que está lejos o con suerte te mete con el foco en la cabeza. Y esa suerte será tu suerte y la del foco.

David César. CÓMICO Y GUIONISTA
@DavidCesarJebi