Cada quien lidia con el olvido como mejor puede. A menudo olvidar es una aspiración inalcanzable, un ejercicio imposible de gimnasia mental en el que pretendemos eliminar del pensamiento el recuerdo, generalmente porque duele. Otras veces el olvido es una amenaza, un agujero negro que se traga de nuestra historia pasajes que nosotros queremos que estén, porque nos cuentan algo de nosotros mismos o, simplemente, porque en aquel entonces éramos felices. En todo caso, el tiempo siempre acaba empujando la balanza en favor de la desmemoria y somos nosotros, que solemos durar más que los recuerdos, los que tenemos que gestionar ese vacío.
A mí últimamente me atormenta una fuga de recuerdos en concreto: la de los rostros. Las caras habitadas por esa gente que me dejó huella y que hoy se escurren de mi memoria. Por supuesto que muchas siguen ahí, incluso algunas cuyos propietarios hace décadas que no veo. Pero no son pocas que empiezan a borrarse en mi mente y algunas están ligadas a escenas que tengo grabadas a fuego en el cerebro. El recuerdo y su impacto emocional perduran, pero los protagonistas pierden el rostro, se desdibujan. En cierta medida, se deshumanizan. Sigue ahí lo que me dijeron, cómo me besaron, el puñetazo que lanzaron contra mi sien o la sensación de amistad que nos invadió cuando hicimos juntos esto o aquello. Todo eso permanece, a veces hasta los olores y las músicas, hasta el tacto de una prenda o de su piel. Pero de esos momentos ya no recuerdo la cara del otro y, si la nostalgia me lleva por allí, bien parece una visita a un museo cuyos cuadros han sido mutilados.
Estos rostros me duelen porque se me escapan, porque los veo irse y dejar un vacío fantasmagórico, aterrador.
Quizás lo que más miedo me da es que tras la caras de mis recuerdos desaparezcan mis recuerdos en sí; el temor a que la pérdida relativa se convierta en absoluta. Podría poner bastantes ejemplos, pero hay uno que hoy me arde. En esa guerra continua contra el olvido, me bailaba desde hace años el rostro de la primera chica que besé. Se llamaba María. Tal vez lo común del nombre te ayude a empatizar. Ella tenía 15 años, yo 11. Nos pasábamos el verano fumando como carreteros y decidió enseñarme a besar con lengua, porque decía que ya iba siendo hora. No hay nada especial en esa historia excepto para mí, por motivos evidentes.
Durante años había guardado la sonrisa de María, su nariz, sus ojos, sus orejas. Eran parte de ese recuerdo del último tesoro de la infancia o acaso el primero de la adolescencia. Y un día reparé en que apenas podía dibujarla en mi mente, que acaso quedaban de su joven rostro dos líneas; que ella seguía, inolvidable, pero sin rostro. Y entonces empecé a temer que ella se fuera, aunque fuera un temor solapado, compaginado con la vida, superpuesto a otros besos, a otros amores, e incluso a otra María mucho más importante con la que compartiría todo. Yo seguía viviendo, mirando de reojo aquel recuerdo cuyo rostro se desvanecía, soñando con volver a verla para que no se fuera del todo, para tratar de acomodar ese rostro veinte años más viejo al que estaba ahí, y en la memoria, pero se fue. Línea a línea, su cara se me borró.
Un mal día, hace poco, me enteré de que María había muerto. Tengo entendido que fueron las drogas, pero no he sido capaz de investigar los detalles. Cuando me lo dijeron, sentí que se me rompía algo dentro, aunque apenas cambiara el gesto. Luego, estando solo, no he podido evitar llorarla muchas noches. Una de ellas, a punto de quedarme dormido con el ojo empapado, de repente vi su imagen. Mejor: recordé a María, sus ojos de china, su nariz plana y su hermosa y pequeña boca. De repente volvió su cara a su lugar en el recuerdo. Y dolió todo un poco más. Y luego la dejé ir.
Gerardo Lagüéns. ACTOR Y PERIODISTA. @GerarLaw