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Pedro tiene catorce años. Es un chico moreno, delgado, de mirada distraída y pelo revuelto que acompaña a sus padres y a sus tíos, entre risas, por el camino de madera que finaliza en la arena de la playa.
Le miro un segundo. Lleva una sombrilla en el brazo izquierdo y la toalla de color fucsia colgada del hombro contrario.
Sonríe al poner los pies en la arena caliente, o al menos a su madre se lo parece, y se gira con ojos vidriosos hacia su marido para llamarle la atención sobre los gestos de su hijo.
Consiguieron ahorrar y juntar un par de días para bajar a una de las playas de la Costa de la Luz. Ahora que, por fin, él ha encontrado un empleo, precario, mal pagado, con un contrato que se renueva mes a mes, se pueden permitir la alegría. Están contentos porque podrán pagar algunas de las facturas que quedaron pendientes tras la retirada de la ayuda que percibían por la Ley de Dependencia.
Pedro es autista. Pero eso aún no lo sé, me enteraré algunas horas más tarde. Su tía Mari les ha invitado a pasar el fin de semana en la pequeña casita que han alquilado, para que Pedro pueda disfrutar con sus primos de la playa. Apenas se relaciona con ellos debido a su enfermedad, cierto, pero de alguna manera piensan que aquello le puede beneficiar.
Observo cómo buscan sin éxito un hueco donde poner las toallas y pinchar la sombrilla. La marea ha subido y el espacio, en esta zona de la kilométrica playa, es reducido. Normal si atendemos a las jaimas dispuestas, a modo de caravana bereber, por los veraneantes nacionales que entre botellines de cerveza, cometas, palas de tenis, y demás artilugios del disfrute estival, se afanan con carreras mañaneras por disputarse los “mejores” o “únicos” lugares en la arena. Después se apiñan unos contra otros entre los efluvios de la loción de bronceado, para encontrar el rayo de sol perfecto.
Hojeo el ejemplar de National Geographic del mes de agosto. Carl Sagan, el ilustre astrofísico, imaginaba en una carta a su editor en 1967 cómo sería el aspecto físico de los marcianos. Se le antojaba demasiado pretencioso que tuvieran aspecto antropomorfo (y no le faltaba razón). Los representaba con largas extremidades, tentáculos y finos y transparentes caparazones.
Algo así debe pensar Pedro que son aquellos seres con los que se cruza, camino del agua, de la mano de su prima. Con la piel sin un centímetro libre de tatuajes, ellos depilados por completo, salvo la barba ¡Claro! Larga y desaliñada, en un patrón repetido a derecha e izquierda a lo largo de todo el litoral. Conscientes de la paritaria situación que nos contempla, ellas y ellos, exhiben orgullosos la inversión anual en gimnasio enfundados en mínimos bañadores de colores chillones.
La otra parte de la playa, la que esta al lado de la torre de vigilancia, es para las familias con niños pequeños. Aquí somos muy de ordenar las cosas. Esa es la zona donde priman los tenderetes de 8×8, las sillas, las tumbonas, las neveras portátiles, incluso las parrillas chuleteras y las hamacas, que hacen de un día de playa lo que verdaderamente es… Aquí les dejo los puntos suspensivos para que cada quien coloque el calificativo con el que más identificado se sienta.
Como hormigas, Pedro observa mientras juega con la arena, y yo a él, cómo continúan acudiendo entre las dunas protegidas por Patrimonio como espacio natural inviolable, cada vez más usuarios en busca de su derecho al descanso estival. Atrás han quedado los atascos, los problemas de estacionamiento, los cláxones… en definitiva, las prisas de la gran ciudad. Ahora se producen igual, pero con el agradable soniquete del “Despacito” repiqueteando de forma machacona en los chiringuitos; que parece que así duele menos.
Pedro, deja caer la arena mojada sobre sus piernas a la orilla de la playa, con la amorosa y vigilante mirada de su madre sentada en la toalla a unos metros.
Dos hombres barrigudos, con gafas de sol y sombrero de paja, caminan por la orilla con las manos a la espalda:
—¿Esto? —señala uno al público apiñado sobre la arena—. Esto revienta cualquier día, como la burbuja de los pisos.
—Seguro —replica el otro sin dejar de mirar al suelo—. Los políticos como siempre, no saben hacer la “o” con un canuto.
Entre tanto llega la hora de comer. Pedro acude hasta la zona en la que su familia ha dispuesto la pequeña sombrilla y se resguarda del sol. Los mayores reparten bocadillos de tortilla de patata y latas de refresco. Comer en un chiringuito es un lujo lejos de su alcance por el momento. Los hombres charlan de los problemas con el fisco de CR7 y el fichaje hipersupermegagaláctico de Neymar. ¿Cuántas cosas se podrían hacer con 222 millones de euros? Se preguntan con los ojos nublados por los sueños. No puedo evitar sentir cierta pena.
Entre nuevos términos acuñados al albur de “Operaciones Salida” como “turismofobia”, columnas como las de Francisco Pascual en El Mundo y otras como la de Jesús Nieto en Zenda, donde el verano se mezcla con los recuerdos, la nostalgia de amores rubios y el calor de la provincia de Málaga, el sol se va poniendo ante la admiración de los presentes.
Algunos aplauden, otros exclaman vítores emocionados, la mayoría se hace fotografías a contraluz y selfies (un neologismo), sacando culo y metiendo barriga que ayude a ganar followers (otro más). No hay nada como la envidia y el postureo (creo que esto también suma como neologismo) en este sucedáneo de vida que vamos creando a golpe de “like” (un último aporte, aunque no puedo descartar que aparezca alguno más).
Pedro mira a su alrededor, extrañado por el jaleo que se ha montado de repente, mientras golpea el cubo de jugar con la arena con una pala roja a modo de tambor, envuelto en la toalla de color fucsia. Sus padres y sus tíos se alejan un momento hasta las duchas para limpiar la arena a sus primos. No soy testigo de esta parte porque he preferido huir del espectáculo y buscar el silencio en un paseo largo. Me lo cuentan unos minutos después. El niño escucha la música que proviene de los locales que hay en la carretera, detrás de las dunas naturales que han sido asaltadas nuevamente en el camino de retirada por las “hormigas playeras”. Casi ha oscurecido del todo. Se gira para ir al encuentro de su familia, pero se desorienta y se deja arrastrar por la marea de “hormigas” camino de madera adelante.
Nadie repara en el gesto contrariado de Pedro, su mirada perdida y su andar errante. Nadie pregunta. Él, sigue caminando.
Su madre llora desconsolada mientras grita: «¡Pedro!» Una y otra vez.
Su pareja la precede, visiblemente nervioso.
Es aquí cuando me cruzo con ellos en mi regreso del paseo y me preocupo por su situación.
La superficialidad e impersonalidad de los habitantes circunstanciales de la playa cambia, como hace unos minutos lo ha hecho el cielo con sus colores, y se organizan grupos de búsqueda que baten la zona en busca del niño que lleva bañador negro y padece autismo.
Padres de familia, madres, grupos de jóvenes que jugaban con un balón, otros que escuchaban música con un altavoz portátil procedentes de Italia, se suman con el objetivo de encontrar al chico.
Alguien llama al 112.
Guardia Civil se pone en contacto, pero 25 minutos después aún no han aparecido en la zona.
Las linternas de los móviles peinan dunas, cañales, descampados y la orilla de la playa. Un chiringuito utiliza su generador para encender un foco que ilumine un poco más la noche cerrada, y atiende a la madre con una infusión, para calmar sus nervios.
Una de las trabajadoras decide hacer un llamamiento entre los chiringuitos a través de la página que comparten en una red social.
Ha pasado una hora desde que desapareció el chaval y aún no ha habido suerte.
Los grupos de búsqueda han aumentado. Algunos llegan al chiringuito, improvisado lugar de encuentro, sin noticias de Pedro.
Protección Civil cerró su puesto, después de una larga jornada, no se pueden utilizar sus quad. Guardia Civil no aparece. Policía local, tampoco.
El desánimo cunde cuando alguien comenta, desafortunadamente, el caso de la niña de tres años desaparecida en Málaga.
Las luces de los coches patrulla se divisan, finalmente, desde la arena.
No hay noticias aún.
Las voces de los improvisados voluntarios se escuchan alto y claro llamando a Pedro.
Ni rastro de “turismofobia”.
Dos horas después, el niño aparece. Todos respiramos aliviados y sonreímos satisfechos.
Gracias al llamamiento realizado en la red social y a la foto que se colgó, alguien lo ve y da la voz de alarma desde un restaurante llamado “El morito”. A veces la vida tiene una extraña manera de trasladar sus mensajes para quien quiere entender. Hace dos días, ante la mirada de los bañistas, desembarcaban varias decenas de personas, procedentes del norte de África, de una patera en las playas de Zahara de los Atunes. Algunos de ellos tiene la misma edad que Pedro.
Después de todo, el niño no contará su aventura de este verano a sus compañeros de clase. Tampoco ellos lo entenderían. Pero su familia, tardará tiempo en olvidar el susto.
El resto de cuestiones seguirán su curso sin que nadie se pare a pensar en ellas. Por mucho artículo de opinión que se escriba, recuerdos a Unamuno que se hagan o neologismos que se adapten.
Nos quedará, a fin de cuentas, no ser tan parecidos a las criaturas que imaginaba Sagan campando por las tierras de Marte.
¿O sí?

José Carlos Sánchez. ESCRITOR
@jcsanchezwriter