
Las historias están hechas de personas, por personas y para personas.
Los escritores nos inspiramos en cualquier suceso puntual que vivimos en primera persona, que nos cuentan o que, simplemente, vemos en una película o leemos en un artículo como este.
Sería magnífico que lo que ahora lees, te inspirase en el futuro para vivir tu vida de una manera… de la manera que quieras, pero sobre todo hacerlo con felicidad.
Digo esto porque estoy cansado de ver en los medios a periodistas que se arriman, en la crónica de un suceso, a la vecina o vecino de alguien que acaba de ser detenido, normalmente acusado de un delito grave, y siempre se escucha lo mismo:
“Era alguien normal. Muy amable y educado”.
¿Qué nos pasa por la cabeza para que se nos crucen los cables de manera tan lamentable?
Durante una buena parte de mi vida profesional, tuve relación con el colectivo médico. Hoy día me precio de tener muy buenos amigos y amigas que ejercen esta profesión de forma abnegada, entregada y profesional. A pesar de las malas condiciones, de los recortes presupuestarios y sobre todo, y por encima de todo, del trato que muchos pacientes les dispensan.
Por supuesto no se trata de términos absolutos, hay muchas personas que se comportan como debe ser. Pero he presenciado intentos de agresión a profesionales por motivos disparatados como el hecho de no querer atender a una persona que llega dos horas tarde a su cita hasta el final de la consulta. O que quieren un diagnóstico distinto al que merece la opinión del profesional. Insultos, amenazas, agresiones, acoso personal y un largo etcétera aderezado por otras presiones como la reducción del tiempo de consulta por paciente o la obligación de reducir el gasto farmacéutico.
Si nos comportamos así con quienes están para ayudarnos, ¿cómo no lo vamos a hacer peor con quien nos importa un rábano?
Y a esto quería referirme precisamente. Cada día observo con detenimiento cómo los personajes de mis escritos son recelosos, egoístas, maleducados, vengativos, rencorosos… y una larga lista de cosas que, quiero pensar, nada tienen que ver conmigo (quizá me engaño).
Me siento un segundo y analizo lo que nos cuesta dar los “buenos días”, sonreír ante un gesto amable, ceder el paso sin más motivo que la cortesía, no ser tan suspicaces con las cosas.
Luego entro en mis redes sociales y soy consciente de que todo eso se multiplica exponencialmente. Se usan mensajes como arma arrojadiza contra otras personas sin aparente motivo, o con motivos absurdos. Se busca el reconocimiento en personas que no conocemos para, quizá, encontrar un poco de paz en nosotros mismos.
Gente que se dedica de manera “profesional” a ser “hater” (odiador) o “troll” (un vacilón tocapelotas de los de toda la vida pero expresado con un anglicismo que es más del siglo XXI. Más en la onda. Aunque no tengas ni puta idea de hablar en tu idioma o, sobre todo, de escribir sin faltas de ortografía).
¿Cómo no crisparse? ¿Cómo mantener la calma?
Hace unos días tomaba café con una antigua compañera de trabajo. Llegó un poco tarde, muy azorada y al instante la noté distraída, como ausente.
Le pregunté qué le pasaba y tras el momento lógico de duda me contó que estaba un poco triste y al mismo tiempo enfadada consigo misma porque había permitido que la humillaran delante de otras personas sin hacer ni decir nada. El responsable del descalabro era un médico especialista de un hospital importante al que acababa de visitar después de estar esperándole, pacientemente, más de una hora.
Me confió lo ocurrido, aparte de porque somos amigos, porque yo tuve la suerte de conocer a ese médico y tratar con él.
Entonces era un tipo agradable, entregado a su trabajo y sus pacientes día y noche. Un hombre culto, relajado, apegado a su familia y con un excelente gusto por el arte y la cultura. Todo eso hizo que mantuviésemos charlas sobre literatura y pintura, más que de ciencia. Aprendí mucho con él. Y también de él. Mi compañera me relató de manera metódica cómo le había contestado de forma cortante y seca tras saludarle y darle los buenos días.
El médico se mantuvo durante su encuentro con una actitud altanera, prepotente, provocador e incluso ofensivo. Realizó comentarios despectivos hacia mi amiga e incluso hacia alguno de sus propios compañeros de servicio generando un ambiente muy violento.
Jamás lo hubiera imaginado de él.
Cuando terminamos el café, mi compañera se marchó a seguir trabajando un poco más tranquila y reconfortada, cosa de lo que me alegro porque no le quedaban ni rastro de las ganas de abandonar su trabajo con las que llegó a la cafetería.
Levanté la mano desde el fondo de la barra y pedí un cortado a la joven camarera que corría en interior de un lado a otro para atender a los múltiples clientes que allí estábamos. Mientras esperaba, con paciencia, que me sirviera, reflexioné un instante. El médico, hace unos años, da igual cuántos, gozaba de un gran prestigio personal y profesional. Todos los médicos, pero concretamente aquel que había protagonizado la desagradable mañana de mi amiga era alguien que publicaba artículos de divulgación en revistas muy importantes y acudía a impartir charlas en congresos prestigiosos.
Un buen día llegó al hospital en el que trabajaba, uno distinto al que trabaja actualmente, un preso custodiado por la Guardia Civil. Es, y lo utilizo en presente porque lo sigue siendo, un delincuente peligroso culpable de la muerte (según la justicia) de muchas personas. Estaba enfermo y además decidió, una vez ingresado, ponerse en huelga de hambre.
El profesional que lo atendió era este médico del que hablamos.
Hizo todo lo que tenía que hacer para tratar a su paciente sin mirar el DNI, ni su historial delictivo. Era un paciente más. El resto de cuestiones no importaban.
El enfermo empeoró a causa de la huelga de hambre y el médico optó por hacer lo que debía, desoyendo los juicios paralelos de la calle y las recomendaciones de algunos periodistas y tertulianos que le animaban a dejarle a su suerte. El enfermo mejoró y abandonó el hospital… poco después la cárcel y poco después el país.
Los medios de comunicación y la sociedad optaron por descargar su furia ideológica contra el médico que lo atendió. Lo acosaron en su domicilio particular. A él y a su familia. Lo esperaban, cámaras y micrófonos en mano, a la entrada y a la salida de su puesto de trabajo. Le persiguieron y le hicieron la vida imposible durante meses, acusándole de cosas horribles, todas ellas falsas. Se mudó de domicilio varias veces. Cambió de centro de trabajo otras tantas. No volvió a publicar ni a dar conferencias.
A la vuelta de algunos años, en alguno de los traslados que tuvo que hacer, le perdí la pista y dejamos de hablar. El otro día fue la primera vez que volví a saber de él y comprobé en lo que este mundo, las personas, le habíamos convertido. Cierto que la decisión final de comportarnos de una manera determinada es de cada uno. Elegimos cómo queremos comportarnos y porqué. Tenemos esa capacidad y debemos administrarla de manera sabia.
Pero ¿hasta qué punto tenemos derecho a juzgar las acciones de nadie? ¿Hasta que punto podemos destrozar la vida de una persona buena y seguir la nuestra como si nada? ¿De verdad estamos capacitados para opinar cuando ni siquiera podemos dar los buenos días a un semejante y sonreír?
La gente buena no debería tener motivos para dejar de serlo nunca.
Piénsalo.
José Carlos Sánchez. ESCRITOR @jcsanchezwriter