“Desde el mirador de la guerra se ven otras muchas iniquidades. De la mayor de todas hablaremos otro día».                                                                                                                  Juan de Mairena.

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A principios del año 1939, España entera se desmoralizaba apresuradamente ante la inminente ocupación por parte del bando franquista. El conflicto, que no terminaría definitivamente hasta la declaración del último parte de guerra firmado por Francisco Franco, se extendería todavía hasta comienzos de abril de ese mismo año. Resonaban entonces las palabras de Miguel de Unamuno, que en octubre de 1936, ya vaticinaba desde la universidad de Salamanca, el comienzo del desastre que amedrentaba a toda una nación: “Venceréis pero no convenceréis.”

La fuga de cerebros de nuestro país se hizo evidente. Un vehículo de la Dirección de Sanidad conseguido por el doctor José Puche Álvarez,  se desplaza desde Barcelona hasta Villadasens, con la única esperanza de cruzar, en las próximas veinticuatro horas, hacía el país vecino. Dentro del vehículo se encontraban algunas de las figuras más representativas del panorama español del momento, como el filósofo Joaquín Xirau, el filólogo Tomás Navarro Tomás, y el novelista Corpus Barga. Siempre silencioso, profundo y envuelto en su viejo gabán de pelo negro, les acompañaba el poeta sevillano Antonio Machado, que marchaba acompañado de sus más viejos amigos, de su enferma madre Ana y de su hermano José. 

Se encontraban apenas a medio kilometro de Francia cuando, justo enfrente de sus ojos, se enmudecieron ante la terrible imagen de un país que huía despavorido de sí mismo. El embotellamiento producido por el exceso de familias enteras huyendo hacía la frontera, bajo la lluvia helada, les impedía seguir adelante en su vehículo. «Traigo a Machado, abran paso», se pronunció Xirau delante de los guardias que protegían la frontera en Cerbère, y entonces, como si de Moises enfrente de las aguas del Mar Rojo se tratase, un sinfín de personas, coches y maletas se desplazaron voluntariamente hacía ambos lados para dejar pasar al poeta andaluz al exilio.

El humilde hombre desaliñado, cansado y vencido, se arrastraba apoyado sobre un quebradizo bastón, y  con sus últimos esfuerzos, hacia el país republicano que lo acogía. No sin lagrimas en los ojos, Machado intentaba comprender por última vez, el dolor de una España que le helaba el corazón. 

El 28 de enero de 1939, Machado y sus compañeros de exilio descansaban por fin tras cruzar la frontera. En Collioure, un puerto de mar y de montaña, se hospedaba durante sus últimos días  —en el albergue Hotel Bougnol-Quitana, para más señas— el escritor y poeta de la generación del 98. Y fue al parecer el ABC de Sevilla, el primer diario español, en anunciar, el 22 de febrero de 1939, la muerte de Antonio Machado. El final de la II República Española y la muerte del poeta llegaban prácticamente al mismo tiempo. “Estos días azules y este sol de la infancia” fueron los últimos versos que se encontraron en uno de los bolsillos de su viejo y raído gabán. Era el cielo y el sol de Sevilla, la mejor España que Machado quiso recordar antes de partir desde este mundo, ligero de equipaje y casi desnudo, como los hijos de la mar.

Cristian Mozo Chica. ESCRITOR Y COLUMNISTA.
@cristianliuva