A menudo es considerado el arte contemporáneo como aquella poco conocida e infravalorada transgresión de lo ya existente que realmente no llega a ser comprendida por todos. Como consecuencia directa de ciertos aspectos, como son las tácticas de shock nacidas con las vanguardias en todo el mundo o la necesidad de crear estrategias de promoción artística, el arte contemporáneo se caracteriza por la constante búsqueda de la originalidad en sus obras. Con originalidad nos referimos a la cualidad que posee una pieza para ser considerada como nueva o novedosa, y, sin lugar a duda, en los últimos cien años esta virtud artística se encuentra más valorada que la exaltación de la belleza o la expresión de los sentimientos, tan común en obras de arte previas. La originalidad lucha constantemente por encontrar cabida en algún atractivo rincón museístico, pero el problema llega cuando pretendemos llevar dicha innovación artística hasta tal punto experimental que se nos va de las manos, dando lugar a obras cuyo contenido se considera polémico y su valoración artística resulta ser más que discutible. Y es que definir el arte es complejo debido a su carácter subjetivo y cambiante, porque lo que para el juicio de unos puede ser arte, para otros puede no serlo en absoluto, pero esto es aún más notable en el ámbito contemporáneo.
Hacemos un repaso de algunas de las obras contemporáneas más singulares y menos estudiadas (obras escultóricas y una cinematográfica) que han sido consideradas muy controvertidas y cuya denominación de arte es, cuanto menos, cuestionable. No obstante, el éxito reside en que su originalidad sí que es innegable, habiendo conseguido impactar a un gran número de espectadores con el dominio de esta admirable técnica.
Empezamos el recorrido con Marc Quinn, artista visual británico que destacó especialmente por ser uno de los pioneros en crear bustos a partir de su propia sangre.

Se trata de Self, una serie de autorretratos que el autor realiza cada cinco años y en la que documenta la transformación y el deterioro de su rostro a través del tiempo, comenzando por 1991. Para cada escultura, y de forma individual, Quinn extrae día a día sangre de su propio cuerpo y la va congelando dentro de un molde negativo de su cabeza hasta llegar a los cinco litros. Siendo considerada grotesca o no, Self consiste en autorretratos elevados a la máxima potencia debido a que, como el británico aseguró, no podría existir un autorretrato suyo más auténtico que el que se consigue a partir de su sangre, que es la esencia del propio artista. Debido a esto, la razón por la que eligió 5 litros de sangre para sus esculturas estriba en que esa es la cantidad que cada cuerpo humano promedio contiene. No obstante, esta pieza no pretende estar relacionada con la muerte, sino con la propia vida y la capacidad de volver a crear que posee el cuerpo humano, dado que si dichas esculturas se desenchufan del refrigerador que mantiene cada una, se convierten en un charco de sangre y la forma desaparece, siendo esto un símbolo de la fragilidad de la vida.
En esta misma línea de controversia se enmarca el aún más polémico Piero Manzoni, un afamado artista que en vida se distinguió por su arte conceptual irónico.

El italiano presentó por primera vez en una exposición de 1961 noventa latas cilíndricas de metal a las que llamó Merda d’artista («mierda de artista»), cada una de ellas enumerada, firmada y con una etiqueta en la que se podía leer «contenido neto 30 gramos, conservada al natural, producida y enlatada en el mayo de 1961» en inglés, francés, alemán e italiano. Según las inscripciones, dichos recipientes contenían los propios excrementos del artista, y salieron a la venta por un precio equivalente a la cotización que el oro tenía en ese momento, aunque actualmente su valor ha ascendido a cifras mayores, en las escasas veces que alguna de ellas ha salido a la venta o a subasta. Esta provocadora creación satirizaba el mercado del arte, demostrando que en la sociedad de consumo todo puede ser considerado arte y venderse aceptablemente. El artista, que incluso en alguna ocasión había firmado su zapato derecho y lo había declarado obra de arte, aseguró que la crítica de Merda d’artista iba especialmente destinada a cómo la mera firma de cualquier artista de renombre podía producir incrementos indecentes en la cotización de alguna obra suya. Es interesante que, aún a día de hoy, nadie ha abierto ninguno de estos recipientes debido a que entonces perderían su valor artístico. Por lo tanto, se sigue especulando sobre si lo que se encuentra en el interior de los mismos es realmente lo que Manzoni aseguraba.
No obstante, si existe un tema que es considerado tabú mundialmente y cuya ofensa cuestiona el carácter artístico de dicha obra, es la muerte y todo lo relacionado con ella. Con Consume or conserve (2010), la diseñadora Wieki Somers abordó el concepto de reencarnación del cuerpo después de la muerte. La holandesa reutilizó cenizas humanas para darles una “segunda vida” y las modeló a su antojo, de tal manera que estas cenizas pudiesen poseer diversas formas, como la de un pájaro o una tostadora.

Naturalmente, todos estos objetos finales gozan de un importante valor simbólico y representan significados aún más profundos, como el placer, la muerte o la transitoriedad de la vida. La autora hizo uso de impresoras 3D para la “reencarnación” de esos cuerpos en diferentes esculturas. La principal función de este proyecto reside en el interés por crear relaciones emocionales entre objetos y aquellos que en vida les han dado uso. Llegando a entender o no lo que Somers pretendía conceptualizar, esta obra contó con diversas críticas, siendo este otro de los múltiples ejemplos de la subjetividad del arte.
En otras ocasiones podemos hallar artistas que no buscan la controversia principalmente con tabúes considerados mundialmente como tal, sino a través de la sátira hacia firmas conocidas.

Dismaland fue un macabro parque de atracciones construido en 2015 en el sur de Inglaterra y que duró cinco semanas, según estaba previsto, al tratarse de una obra de arte efímera. Creado por el misterioso artista urbano Bansky, Dismaland (del inglés dismal: deprimente) pretendía ser una crítica irónica de Disneyland, y, albergando obras inéditas de más de cincuenta artistas, consistía en un “parque temático inadecuado para niños”. Esto era debido a su lúgubre ubicación (complejo turístico abandonado) y sus siniestras y grotescas piezas, que incluían desde una piscina con pateras repletas de inmigrantes, hasta incluso una Cenicienta que había sufrido un accidente en la carroza y era fotografiada por los paparazzi. Este efímero proyecto pretendía, a la par que fascinar e indignar, quedar en el recuerdo de todos los visitantes de este parque de atracciones, y ya contó con largas colas desde el día de su apertura.
Siguiendo esta misma línea de arte irónico, los hermanos Jake y Dinos Chapman (más conocidos como los Hermanos Chapman), artistas conceptuales británicos, también alcanzaron la fama a través de su arte polémico. Como si se tratase de El Bosco, Rubens o Goya, el horror siempre inspiró a este peculiar dúo. Su pieza llamada La suma de todos los males (2012-2013) consiste en un conjunto de dioramas que indagan sobre las guerras, los genocidios y las consecuencias negativas del consumismo, representando en ellas a personas torturadas, cadáveres y esqueletos sangrientos.

Consisten en un mundo monstruoso y apocalíptico en cuyas figuras en miniatura se incluyen Hitler o incluso el payaso Ronald McDonald, y en menor medida otras mascotas oficiales de la cadena de
comida rápida McDonald’s. Este payaso es una figura muy recurrente que se muestra mayormente ajusticiada, torturada y crucificada como sátira a la globalización, al consumismo y el hedonismo de la sociedad contemporánea. Por supuesto, esta creación no carece del humor y la ironía característicos de los Chapman, que con dicho diorama lograron mostrar cómo sería un McDonald’s en el infierno.
Por último, pero no menos importante, en el séptimo arte destacó el artista y compositor sueco Christian Marclays, al cual se le conoce como el hombre que vive atrapado en el tiempo, y su explicación se debe a su original pero polémica obra maestra, The Clock (El Reloj), de 2010.

Se trata de una emblemática película de 24 horas de duración fruto de la intercalación de miles de escenas procedentes de películas o de la televisión, donde el tiempo se hace protagonista y está exitosamente sincronizado con el tiempo real. Es decir, mientras que en cada secuencia fílmica se muestra un reloj distinto que indica la hora en que se realiza la acción, o algún personaje la menciona, en la vida real también se está marcando esa hora en todos los relojes de aquella ciudad en la que esta película está siendo exhibida. Lo importante de cada secuencia en esta película es que en todas aparezca un reloj (ya sea de torre, de pared, de pulsera, etc.) o se hable de la hora en dicho momento. De esta manera, el Big Ben londinense se convierte en uno de los grandes protagonistas de este experimento. Otro de los éxitos de esta creación reside en que pese a encontrarse construida a partir de imágenes procedentes de distintas épocas, géneros y contextos, posee un ritmo absolutamente uniforme, pues todas las tramas parecen fusionarse en una sola. Esta manera de fusionar el tiempo cinematográfico con el tiempo real revela cada minuto que trascurre como una nueva posibilidad narrativa, ya sea romántica, trágica, intrigante, etc. Este proyecto fue el resultado de casi tres años de trabajo en los que se contrató a siete documentalistas y se realizó un exhaustivo repaso a la filmografía mundial, llegando a la conclusión de que las horas más cinematográficas son mediodía y medianoche.
Con lo expuesto damos fin a este recorrido por algunas de las creaciones más polémicas y artísticamente discutibles pero originales sin duda, permitiendo corroborar una vez más que la subjetividad del arte siempre da lugar a diversas interpretaciones sobre el carácter artístico de una misma obra. Así mismo, la controversia creada a partir de la voz pública resulta de una importante herramienta propagandística para un artista hoy en día. Sin embargo, sirvan estas obras analizadas para verificar que lejos de toda necesidad comercial y la relativa denominación artística de las mismas, es de agradecer al arte contemporáneo que persistentemente intente incorporar nuevas formas de expresión, creando un lenguaje único y ayudando al público a alejarse de lo cotidiano en ciertos momentos del día. Concluimos así habiendo aportado argumentos suficientes para animar a la realización, desarrollo y contemplación de nuevas obras siguiendo esta interesante línea de innovación artística.
Por Pedro Casado. FILÓLOGO. INVESTIGACIÓN EN ARTES Y HUMANIDADES
@PedroCasado_es